Querid@s amig@s,
Os escribo desde Santarém, um município que se encuentra situado en la confluencia de los rios Amazonas y Tapajos, en Brasil. Hace ya una semana que llegué en barco desde Manaõs, la capital del estado de Amazonas.
Em Santarem enseguida contacté con unos amigos que trabajan en el Instituto de Investigación Ambiental de la Amazonia (IPAM em las siglas en portugués), con los que tuve mucha relación durante el tiempo que viví em Brasilia trabajando em el Fondo Mundial para la naturaleza (WWF).
Esa misma mañana participé de una reunión de sindicatos y movimientos de productores agrícolas que estaban evaluando el apoyo del gobierno. Producir bienes agrícolas en la región amazónica es todo un desafío. Además existe una gran preocupación entre los pequeños productores por la llegada masiva de grandes productores del sur de Brasil que están comprando tierras para crear grandes monocultivos como la soja, el arroz y el maiz. Es impresionante ver cómo en lugares donde hace poco tiempo había una selva cerrada, ahora se extienden grandes plantaciones de soja.
Las comunidades costeras del Amazonas
El sabado pasado fui a conocer varias comunidades que viven en los márgenes del río Amazonas y en las islas cercanas a Santarem. Acompañe a Wendel, un técnico de IPAM que estaba deistribuyendo las invitaciones para un taller de manejo pesquero que va a tener lugar la semana que viene. En la primera comunidad que paramos todos los hombres estaban trabajando en las plantaciones, en lo que aquí se conoce como multirão. El multirão es una forma de trabajo comunitario, donde para tareas muy pesadas toda la comunidad ayuda a uno o varios productores a preparar el terreno para la siembra o cosechar.
Cuando llegamos a donde estaban trabajando todos estaban cortando la maleza del terreno con machetes, sudados hasta las entrañas. Eran unos 35 hombres de todas las edades. En aquel terreno iban a plantar sandías, después de dejar secar la maleza cortada y darle fuego en algunos días. Ahora estamos en la época en el que las aguas del río amazonas bajan de nivel, dejando descubiertas tierras que anteriorermente estaban inundadas. Las comunidades costeras del río aprovechan este tiempo para plantar en esas tierras antes de que comience la subida del río de nuevo.
Cuando sube el nivel del río en el invierno (que aquí dura de enero a junio), la mayoría de las comunidades se decican a la pesca. Una de esas comunidades es la de San Miguel, que visitamos hacia el final de la tarde. Ahí el Presidente de la Asociación de Pescadores de Pirarucu de Santarem, a quien llaman “Zequinha”, me contó de las dificultades que han pasado para crear la asociación y llegar a acuerdos pesqueros con las comunidades vecinas.
La cantidad de pescado en los ríos ha bajado mucho, y eso ha forzado a las comunidades a llegar a acuerdos donde se establecen vedas de pesca. Claro que hay quien no respeta estos acuerdos e incluso va a pescar en aguas de comunidades ajenas, de forma ilegal. El propio Zequinha, de unos 55 años de edad y piel curtida por el sol, me contó que un grupo de estos pescadores ilegales le disparó cuatro tiros cuando fue a pedirles cuentas. Por suerte una de las balas sólo alcanzó a rozarle el costado. Zequinha me cuenta todo esto con toda tranquilidad, y con una sonrisa maliciosa añade que por suerte quien le disparó tenía muy mala punteria, pues solo estaba a cinco metros de distancia.
Hoy varias comunidades participan de los acuerdos pesqueros y tienen una mejor relación de vecindad. Antes siempre se reprochaban entre ellas y había conflictos que a veces llegaban a ser violentos.
Los asentamientos de la reforma agraria
Esa misma tarde me despedí de Wendel, y me junté a otro grupo de IPAM que iba a realizar un taller de extracción de aceites vegetales en un asentamiento de la reforma agraria. La mayoría de estos asentamientos practican una agricultura de subsistencia. La renta familiar anual no suele llegar a los 360 euros por año, o sea, menos de un euro por día, y faltan muchos servicios básicos como agua potable, electricidad y puestos de salud. En los asentamientos suele haber escuelas, aunque con medios muy precarios, y donde a menudo un solo profesor atiende simultaneamente a niños de diferentes cursos, desde 4 años hasta los 14.
En el asentamiento de Santo Antonio, donde pasamos 3 días, viven unas 20 familias, y recién el gobierno ha colocado un pozo de agua con depósito, por lo que ya no tienen que caminar 5 Km todos los días para traer agua del río. Para llegar a la comunidad hay que tomar un camino de tierra que es transitable en 4X4 durante la época seca, porque en invierno con las lluvias el camino a menudo es un barrizal intransitable y quedan aislados por días y semanas.
La comunidad ocupa un claro en medio de la selva. La primera noche dormimos en la escuela. Colgamos nuestras hamacas de las vigas de madera, pues la escuela no tiene paredes. Esa noche no conseguí pegar ojo, por el frío, y por el constante bullicio de los monos y los gallos, que están alterados porque es luna llena. Al día siguiente la gente de la comunidad se ofreció a hospedarnos en sus casas, pero el griterio de gallos y monos siguió en las noches siguientes.
La gente de la comunidad planta arroz y mandioca, con la que hace una harina que vende en Santarem, la ciudad más próxima. Algunas familias ya extraen aceite de las semillas de andiroba, y el taller que va a ofrecer IPAM pretende perfeccionar la técnica de extracción y ayudar a planear su producción y comercialización.
Durante estos tres días en Santo Antonio me he dado cuenta de lo aisladas que se sienten estas comunidades, sin casi ningún apoyo del gobierno, trabajando la tierra como lo hacían hace cientos de años atrás, sin casi ningún acceso a crédito para comprar semillas y herramientas… Mucha gente ha venido desde muy lejos, de los estados de Maranhão, Pernanbuco, Bahia, Amazonas y otros, y no tiene mucha experiencia en el campo ni en la selva. Sebastião me comenta que hace un año que llegó a la comunidad, que todavía no tiene casa propia pero que pronto va a tener. Me dice que no se atreve aún a entrar en la selva sólo, no conoce bien los bichos de la selva y tiene miedo a perderse.
Con el tiempo la gente de los asentamientos va adaptándose al medio. Durante el taller, Claudio y Andreia, los profesores, hacen un concurso para ver quién de los participantes cita más frutas, árboles y semillas del bosque. Gana Doña María, que en un minuto es capaz de recordar 17 frutas y árboles silvestres.
Una tarde nos vamos todos selva adentro a buscar árboles de Copaiba, de donde se extrae un aceite medicinal que se usa como cicatrizante natural, para los dolores de estómago, es anticancerigeno y tiene otras aplicaciones más. Al poco encontramos una copaiba bien gruesa y nos ponemos, por turnos, a perforarla con una broca manual. Hay que hacer en el tronco un agujero de unos 50 cm a la altura del pecho, y con suerte empezará a fluir el aceite. No tenemos suerte, así que vamos a por otra copaiba. Esta vez damos con la bolsa de aceite en el tronco, y el aceite empieza a fluir del agujero llenando una botella de plástico conectada al agujero por un tubo de PVC. Cada litro de aceite vegetal se vende a unos 15 Reales, unos 5 euros.
Me hago amigo de los niños de la comunidad, que todo el día andan revoloteando alrededor de la escuela (están de vacaciones). Uno de ellos, al ver que estoy leyendo un libro que en la tapa tiene la foto de un indígena, me pregunta si es un indio. Le digo que sí, que es un indígena boliviano. Me dice el chaval, de unos 7 años, que los indios son malos porque matan a la gente, tiran flechas. Me sorprende un poco su prejuicio contra los indios, supongo que lo habrá oído en casa. Y es que bueno, al fin y al cabo, indios y blancos siguen, al cabo de cinco siglos de la llegada de los portugueses, disputandose el territorio, casi siempre por las malas.
Por la noche el cielo está lleno de estrellas, y la vía lactea se ve con mucha claridad. Les digo a los niños a ver quién ve primero una estrella fugaz, y me preguntan qué es una estrella una fugaz! Nunca han visto una, así que nos ponemos a escrutar el cielo hasta que dos hermanos ven una.
Bueno, pues en esto estoy, en los proximos días sigo camino a Belem y después a Brasilia. Estos días ya me estoy despertando con un poso de melancolía, estoy hechando mucho de menos a la familia y amigos, ya tengo ganas de volver a Euskadi, mi tierra. Algo en mi interior me decía que pasada la frontera de los seis meses de viaje, que cumplí la semana pasada, una campanita iba a sonar llamándome para regresar a casa. Bueno, pues la campanita ya ha empezado a sonar. En tres semanas debo estar en Hernani, me muero de ganas de ver a mi sobrinita Nahia, que el sabado pasado cumplió tres años.
Os mando un abrazo muy grande, hasta pronto!
Mikel
Caminar y soñar. Todos los viajes y aventuras comienzan dentro de uno mismo. Seguramente hay mil y una razones para echarse al camino, pero la más poderosa de todas es el impulso interior, indescriptible e irracional, que como una feroz corriente nos proyecta hacia lo desconocido y misterioso. Mikel
jueves, julio 28, 2005
lunes, julio 18, 2005
La Amazonia Brasileña
Hola amig@s,
Os escribo desde Manãos, la capital del Estado de Amazonas em Brasil. Llegué aquí por barco hace algunos días, desde Porto Velho, más de mil kilometros al sur. Durante tres días y noches navegué el rio Madeira, uno de los principales afluentes del Rio Amazonas, el mayor del mundo. El viaje por el río no es lo que me esperaba, en vez de la tranquilidad que esperaba encontrar, la cubierta del barco retumbaba con la música que ponía el tendero del bar a todo volumen. El paisaje en cambio es precioso, y los atardeceres te dejan mudo, con el sol poniéndose entre nubes rojas.
Por suerte no había mosquitos, que te pueden hacer la vida imposible realmente. De hecho esta ruta por el rio Madeira la había elegido siguiendo las recomendaciones de un colega del WWF Brasil, que ya el año pasado me recomendó evitar el rio Purus, otro afluente del Amazonas con muchos mosquitos.
Porto Velho, el punto de partida de este viaje en barco, no es una ciudad muy bonita, quizás lo más interesante sea su historia, con la construcción del ferrocarril que une esta ciudad con Bolivia. Se consumieron miles de vidas construyendo el ferrocarril a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Su propósito fue darle una salida al mar a Bolivia, sobre todo después de que Brasil se hiciera con el estado de Acre, que perteneció a Bolivia hasta hace 100 años aproximadamente. Para cuando se acabó el trazado de la línea y llegó la primera locomotora, el ciclo del caucho, motor económico de la región, había entrado en crisis. Así que esta linea ferrea no ha tenido mucho uso a lo largo de su historia.
Manãos en cambio es una ciudad vibrante, el corazón de la Amazonia brasileña. Lo primero que quise conocer al llegar a la ciudad era su Teatro, el Teatro Amazonas. Aquí, en la época del boom del caucho, llegaban los mejores cantores de ópera del mundo. Había tanta riqueza en la ciudad (para algunos claro) que algunas familias enviaban sus ropas sucias a Paris para ser lavadas y perfumadas. Las mansiones que hay por toda la ciudad son testigos mudos de esta época dorada de Manãos.
Hay unapelícula que ví hace muchos años en Donosti que me despertó esta curiosidad por conocer Manãos: “Fitzcarraldo”, del director alemán Werner Herzog. En esta película se narra el loco sueño de un empresario por construir una Ópera en medio de la selva amazónica y llevar allí a Enrico Caruso. Para ver más detalles de la película ver:
http://www.imagesjournal.com/issue08/reviews/fitzcarraldo/ (en inglés)
http://movies2.nytimes.com/gst/movies/movie.html?v_id=17649 (una crítica del New York Times sobre la película)
Mañana me embarco para Santarem, otra ciudad Amazónica, esta vez en el Estado de Pará. Allí estaré algunos días para después seguir camino a Belem, la capital del Estado de Pará.
Un abrazo a todos,
Mikel
Os escribo desde Manãos, la capital del Estado de Amazonas em Brasil. Llegué aquí por barco hace algunos días, desde Porto Velho, más de mil kilometros al sur. Durante tres días y noches navegué el rio Madeira, uno de los principales afluentes del Rio Amazonas, el mayor del mundo. El viaje por el río no es lo que me esperaba, en vez de la tranquilidad que esperaba encontrar, la cubierta del barco retumbaba con la música que ponía el tendero del bar a todo volumen. El paisaje en cambio es precioso, y los atardeceres te dejan mudo, con el sol poniéndose entre nubes rojas.
Por suerte no había mosquitos, que te pueden hacer la vida imposible realmente. De hecho esta ruta por el rio Madeira la había elegido siguiendo las recomendaciones de un colega del WWF Brasil, que ya el año pasado me recomendó evitar el rio Purus, otro afluente del Amazonas con muchos mosquitos.
Porto Velho, el punto de partida de este viaje en barco, no es una ciudad muy bonita, quizás lo más interesante sea su historia, con la construcción del ferrocarril que une esta ciudad con Bolivia. Se consumieron miles de vidas construyendo el ferrocarril a finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Su propósito fue darle una salida al mar a Bolivia, sobre todo después de que Brasil se hiciera con el estado de Acre, que perteneció a Bolivia hasta hace 100 años aproximadamente. Para cuando se acabó el trazado de la línea y llegó la primera locomotora, el ciclo del caucho, motor económico de la región, había entrado en crisis. Así que esta linea ferrea no ha tenido mucho uso a lo largo de su historia.
Manãos en cambio es una ciudad vibrante, el corazón de la Amazonia brasileña. Lo primero que quise conocer al llegar a la ciudad era su Teatro, el Teatro Amazonas. Aquí, en la época del boom del caucho, llegaban los mejores cantores de ópera del mundo. Había tanta riqueza en la ciudad (para algunos claro) que algunas familias enviaban sus ropas sucias a Paris para ser lavadas y perfumadas. Las mansiones que hay por toda la ciudad son testigos mudos de esta época dorada de Manãos.
Hay unapelícula que ví hace muchos años en Donosti que me despertó esta curiosidad por conocer Manãos: “Fitzcarraldo”, del director alemán Werner Herzog. En esta película se narra el loco sueño de un empresario por construir una Ópera en medio de la selva amazónica y llevar allí a Enrico Caruso. Para ver más detalles de la película ver:
http://www.imagesjournal.com/issue08/reviews/fitzcarraldo/ (en inglés)
http://movies2.nytimes.com/gst/movies/movie.html?v_id=17649 (una crítica del New York Times sobre la película)
Mañana me embarco para Santarem, otra ciudad Amazónica, esta vez en el Estado de Pará. Allí estaré algunos días para después seguir camino a Belem, la capital del Estado de Pará.
Un abrazo a todos,
Mikel
El ciclo del caucho (Por Eduardo Galeano, en "Las venas abiertas de América Latina)
El ciclo del caucho: Caruso inaugura un teatro monumental en medio de la selva
Algunos autores estiman que no menos de medio millón de nordestinos sucumbieron a las epidemias, el paludismo, la tuberculosis o el beriberi en la época del auge de la goma. "este siniestro osario fue el precio de la industria del caucho". Sin ninguna reserva de vitaminas, los campesinos de las tierras secas realizaban el largo viaje hacia la selva húmeda. Allí los aguardaba, en los pantanosos seringales, la fiebre. Iban hacinados en las bodegas de los barcos, en tales condiciones que muchos sucumbían antes de llegar: anticipaban, así, su próximo destino. Otros, ni siquiera alcanzaban a embarcarse. En 1878, de los ochocientos mil habitantes de Ceará, 120 mil se marcharon rumbo al río Amazonas, pero menos de la mitad pudo llegar; los restantes fueron cayendo, abatidos por el hambre o la enfermedad, en los caminos del sertao o en los suburbios de Fortaleza. Un año antes, había comenzado una de las siete mayores sequías de cuantas azotaron el nordeste durante el siglo pasado. No solo la fiebre; también aguardaba, en la selva, un régimen de trabajo bastante parecido a la esclavitud.
El trabajo se pagaba en especies -carne seca, harina de mandioca, rapadura, aguardiente- hasta el seringueiro saldaba sus deudas, milagros que rara vez ocurría. Había un acuerdo entre los empresarios para no dar trabajo a los obreros que tuvieran deudas pendientes; los guardias rurales, apostados en las márgenes de los ríos, disparaban contra los prófugos. Las deudas se sumaban a las deudas. A la deuda original, por el acarreo del trabajador desde el nordeste, se agregaba la deuda por los instrumentos de trabajo, machete, cuchillos, tazones, y como el trabajador comía, y sobre todo bebía, porque en los seringales no faltaba el aguardiente, cuanto mayor era la antigüedad del obrero, mayor se hacía la deuda que él acumulaba. Analfabetos, los nordestinos sufrían sin defensas los pases de prestidigitación de la contabilidad de los administradores.
Priestley había observado, hacia 1770, que la goma servía para borrar los trazos de lápiz sobre el papel. Setenta años después, Charles Goodyear descubrió, al mismo tiempo que el inglés Hancock, el procedimiento de vulcanización del caucho, que le daba flexibilidad y lo tornaba inalterable a los cambios de temperatura. Ya en 1850, se revestían de goma las ruedas de los vehículos. A fines de siglo surgió la industria del automóvil en Estados Unidos y en Europa, y con ella nació el consumo de neumáticos en grandes cantidades. La demanda mundial de caucho creció vertiginosamente. El árbol de la goma proporcionaba a Brasil, en 1890, una décima parte de sus ingresos por exportaciones: veinte años después, la proporción subía al 40 por ciento, con lo que las ventas casi alcanzaban el nivel del café, pese a que el café estaba, hacia 1910, en el cenit de su prosperidad. La mayor parte de la producción de caucho provenía por entonces del territorio del Acre, que Brasil había arrancado a Bolivia al cabo de una fulminante campaña militar .
Conquistado el Acre, Brasil disponía de la casi totalidad de las reservas mundiales de goma; la cotización internacional estaba en la cima y los buenos tiempos parecían infinitos. Los seringueiros no los disfrutaban, por cierto aunque eran ellos quienes salían cada madrugada de sus chozas, con varios recipientes atados por correas a las espaldas, y se encaramaban a los árboles, los hevea brasiliensis gigantescos, para sangrarlos. Les hacían varias incisiones, en el tronco y en las ramas gruesas próximas a la copa; de las heridas manaba el látex, jugo blancuzco y pegajoso que llenaba los jarros en un par de horas. A la noche se cocían los discos planos de goma, que se acumularían luego en la administración de la propiedad. El olor ácido y repelente del caucho impregnaba la ciudad de Manaus, capital mundial del comercio del producto. En 1849 Manaus tenía cinco mil habitantes; en poco más de medio siglo creció a setenta mil. Los magnates del caucho edificaron allí sus mansiones de arquitectura extravagante y plena de maderas preciosas de Oriente, mayólicas de Portugal, columnas de mármol de Carrara y muebles de ebanistería francesa. Los nuevos ricos de la selva se hacían traer los más caros alimentos desde Río de Janeiro; los mejores modistos de Europa cortaban sus trajes y vestidos; enviaban a sus hijos a estudiar a los colegios ingleses. El teatro Amazonas, monumento barroco de bastante mal gusto, es el símbolo mayor del vértigo de aquellas fortunas a principio de siglo: el tenor Caruso cantó para los habitantes de Manaus la noche de la inauguración, a cambio de una suma fabulosa, después de remontar el río a través de la selva. La Pavlova, que debía bailar, no pudo pasar de la ciudad de Belém, pero hizo llegar sus excusas.
En 1913, de un solo golpe, el desastre se abatió sobre el caucho brasileño. El precio mundial, que había alcanzado los doce chelines tres años atrás, se redujo a la cuarta parte. En 1900 el Oriente solo había exportado cuatro toneladas de caucho; en 1914 las plantaciones de Ceilán y de Malasia volcaron más de setenta mil toneladas al mercado mundial, y cinco años más tarde sus exportaciones ya estaban arañando las cuatrocientas mil toneladas. En 1919 Brasil, que había disfrutado del virtual monopolio del caucho, solo abastecía la octava parte del consumo mundial. Medio siglo después Brasil compra en el extranjero más de la mitad del caucho que necesita.
¿Qué había ocurrido? Allá por 1873, Henry Wickham, un inglés que poseía bosques de caucho en el río Tapajós y era conocido por sus manías de botánico, había enviado dibujos y hojas de árbol de la goma al director del jardín de Kew, en Londres. Recibió la orden de obtener una buena cantidad de semillas, las pepitas que heveas brasiliensis alberga en sus frutos amarillos. Había que sacarlas de contrabando, porque Brasil castigaba severamente la evasión de semillas, y no era fácil; las autoridades revisaban, con pelos y señales, los barcos. Entonces, como por encanto, un buque de la Inman Line se internó dos mil kilómetros más de lo habitual hacia el interior de Brasil.
Al regreso, Henry Wickham aparecía entre sus tripulantes. Había elegido las mejores semillas, después de poner los frutos a secar en una aldea indígena, y las traía dentro de un camarote clausurado, envueltas en hojas de plátano y suspendidas por cuerdas en el aire para que no las alcanzaran las ratas a bordo. Todo el resto del barco iba vacío. En Belém do Pará, frente a la desembocadura del río, Wickham invitó a las autoridades aun gran banquete. El inglés tenía fama de chiflado; se sabía en toda la Amazonia que coleccionaba orquídeas. Explicó que llevaba, por encargo del rey de Inglaterra, una serie de bulbos de orquídeas raras para el jardín de Kew. Como eran plantas muy delicadas, explicó, las tenía en un gabinete herméticamente cerrado, a una temperatura especial: si lo abría, se arruinaban las flores. Así, las semillas llegaron, intactas, a los muelles de Liverpool. Cuarenta años más tarde, los ingleses invadían el mercado mundial con el caucho malayo. Las plantaciones asiáticas, racionalmente organizada a partir de los brotes verdes de Kew, desbancaron sin dificultad la producción extractiva de Brasil. La prosperidad amazónica se hizo humo. La selva volvió a cerrarse sobre sí misma. Los cazadores de fortunas emigraron hacia otras comarcas; el lujoso campamento de desintegró. Quedaron, sí, sobreviviendo como podían, los trabajadores, que habían sido acarreados desde muy lejos para ser puestos al servicio de la aventura ajena. Ajena, incluso, para el propio Brasil, que no había hecho otra cosa que responder a los cantos de sirena de la demanda mundial de materia prima, pero sin participar en lo más mínimo del verdadero negocio del caucho: la financiación, la comercialización, la industrialización, la distribución. Y la sirena se quedó muda. Hasta que, durante la segunda guerra mundial, el caucho de la Amazonia brasileña cobró un nuevo empuje transitorio. Los japoneses habían ocupado la malasia y las potencias aliadas necesitaban desesperadamente abastecerse de goma.. también la selva peruana fue sacudida, en aquellos años cuarenta, por las urgencias del caucho. En Brasil la llamada "batalla del caucho" movilizó nuevamente a los campesinos del nordeste. Según una denuncia formulada en el Congreso cuando la "batalla" terminó, esta vez fueron cincuenta mil los muertos que, derrotados por las pestes y el hambre, quedaron pudriéndose entre los seringales.
Por Eduardo Galeano
Algunos autores estiman que no menos de medio millón de nordestinos sucumbieron a las epidemias, el paludismo, la tuberculosis o el beriberi en la época del auge de la goma. "este siniestro osario fue el precio de la industria del caucho". Sin ninguna reserva de vitaminas, los campesinos de las tierras secas realizaban el largo viaje hacia la selva húmeda. Allí los aguardaba, en los pantanosos seringales, la fiebre. Iban hacinados en las bodegas de los barcos, en tales condiciones que muchos sucumbían antes de llegar: anticipaban, así, su próximo destino. Otros, ni siquiera alcanzaban a embarcarse. En 1878, de los ochocientos mil habitantes de Ceará, 120 mil se marcharon rumbo al río Amazonas, pero menos de la mitad pudo llegar; los restantes fueron cayendo, abatidos por el hambre o la enfermedad, en los caminos del sertao o en los suburbios de Fortaleza. Un año antes, había comenzado una de las siete mayores sequías de cuantas azotaron el nordeste durante el siglo pasado. No solo la fiebre; también aguardaba, en la selva, un régimen de trabajo bastante parecido a la esclavitud.
El trabajo se pagaba en especies -carne seca, harina de mandioca, rapadura, aguardiente- hasta el seringueiro saldaba sus deudas, milagros que rara vez ocurría. Había un acuerdo entre los empresarios para no dar trabajo a los obreros que tuvieran deudas pendientes; los guardias rurales, apostados en las márgenes de los ríos, disparaban contra los prófugos. Las deudas se sumaban a las deudas. A la deuda original, por el acarreo del trabajador desde el nordeste, se agregaba la deuda por los instrumentos de trabajo, machete, cuchillos, tazones, y como el trabajador comía, y sobre todo bebía, porque en los seringales no faltaba el aguardiente, cuanto mayor era la antigüedad del obrero, mayor se hacía la deuda que él acumulaba. Analfabetos, los nordestinos sufrían sin defensas los pases de prestidigitación de la contabilidad de los administradores.
Priestley había observado, hacia 1770, que la goma servía para borrar los trazos de lápiz sobre el papel. Setenta años después, Charles Goodyear descubrió, al mismo tiempo que el inglés Hancock, el procedimiento de vulcanización del caucho, que le daba flexibilidad y lo tornaba inalterable a los cambios de temperatura. Ya en 1850, se revestían de goma las ruedas de los vehículos. A fines de siglo surgió la industria del automóvil en Estados Unidos y en Europa, y con ella nació el consumo de neumáticos en grandes cantidades. La demanda mundial de caucho creció vertiginosamente. El árbol de la goma proporcionaba a Brasil, en 1890, una décima parte de sus ingresos por exportaciones: veinte años después, la proporción subía al 40 por ciento, con lo que las ventas casi alcanzaban el nivel del café, pese a que el café estaba, hacia 1910, en el cenit de su prosperidad. La mayor parte de la producción de caucho provenía por entonces del territorio del Acre, que Brasil había arrancado a Bolivia al cabo de una fulminante campaña militar .
Conquistado el Acre, Brasil disponía de la casi totalidad de las reservas mundiales de goma; la cotización internacional estaba en la cima y los buenos tiempos parecían infinitos. Los seringueiros no los disfrutaban, por cierto aunque eran ellos quienes salían cada madrugada de sus chozas, con varios recipientes atados por correas a las espaldas, y se encaramaban a los árboles, los hevea brasiliensis gigantescos, para sangrarlos. Les hacían varias incisiones, en el tronco y en las ramas gruesas próximas a la copa; de las heridas manaba el látex, jugo blancuzco y pegajoso que llenaba los jarros en un par de horas. A la noche se cocían los discos planos de goma, que se acumularían luego en la administración de la propiedad. El olor ácido y repelente del caucho impregnaba la ciudad de Manaus, capital mundial del comercio del producto. En 1849 Manaus tenía cinco mil habitantes; en poco más de medio siglo creció a setenta mil. Los magnates del caucho edificaron allí sus mansiones de arquitectura extravagante y plena de maderas preciosas de Oriente, mayólicas de Portugal, columnas de mármol de Carrara y muebles de ebanistería francesa. Los nuevos ricos de la selva se hacían traer los más caros alimentos desde Río de Janeiro; los mejores modistos de Europa cortaban sus trajes y vestidos; enviaban a sus hijos a estudiar a los colegios ingleses. El teatro Amazonas, monumento barroco de bastante mal gusto, es el símbolo mayor del vértigo de aquellas fortunas a principio de siglo: el tenor Caruso cantó para los habitantes de Manaus la noche de la inauguración, a cambio de una suma fabulosa, después de remontar el río a través de la selva. La Pavlova, que debía bailar, no pudo pasar de la ciudad de Belém, pero hizo llegar sus excusas.
En 1913, de un solo golpe, el desastre se abatió sobre el caucho brasileño. El precio mundial, que había alcanzado los doce chelines tres años atrás, se redujo a la cuarta parte. En 1900 el Oriente solo había exportado cuatro toneladas de caucho; en 1914 las plantaciones de Ceilán y de Malasia volcaron más de setenta mil toneladas al mercado mundial, y cinco años más tarde sus exportaciones ya estaban arañando las cuatrocientas mil toneladas. En 1919 Brasil, que había disfrutado del virtual monopolio del caucho, solo abastecía la octava parte del consumo mundial. Medio siglo después Brasil compra en el extranjero más de la mitad del caucho que necesita.
¿Qué había ocurrido? Allá por 1873, Henry Wickham, un inglés que poseía bosques de caucho en el río Tapajós y era conocido por sus manías de botánico, había enviado dibujos y hojas de árbol de la goma al director del jardín de Kew, en Londres. Recibió la orden de obtener una buena cantidad de semillas, las pepitas que heveas brasiliensis alberga en sus frutos amarillos. Había que sacarlas de contrabando, porque Brasil castigaba severamente la evasión de semillas, y no era fácil; las autoridades revisaban, con pelos y señales, los barcos. Entonces, como por encanto, un buque de la Inman Line se internó dos mil kilómetros más de lo habitual hacia el interior de Brasil.
Al regreso, Henry Wickham aparecía entre sus tripulantes. Había elegido las mejores semillas, después de poner los frutos a secar en una aldea indígena, y las traía dentro de un camarote clausurado, envueltas en hojas de plátano y suspendidas por cuerdas en el aire para que no las alcanzaran las ratas a bordo. Todo el resto del barco iba vacío. En Belém do Pará, frente a la desembocadura del río, Wickham invitó a las autoridades aun gran banquete. El inglés tenía fama de chiflado; se sabía en toda la Amazonia que coleccionaba orquídeas. Explicó que llevaba, por encargo del rey de Inglaterra, una serie de bulbos de orquídeas raras para el jardín de Kew. Como eran plantas muy delicadas, explicó, las tenía en un gabinete herméticamente cerrado, a una temperatura especial: si lo abría, se arruinaban las flores. Así, las semillas llegaron, intactas, a los muelles de Liverpool. Cuarenta años más tarde, los ingleses invadían el mercado mundial con el caucho malayo. Las plantaciones asiáticas, racionalmente organizada a partir de los brotes verdes de Kew, desbancaron sin dificultad la producción extractiva de Brasil. La prosperidad amazónica se hizo humo. La selva volvió a cerrarse sobre sí misma. Los cazadores de fortunas emigraron hacia otras comarcas; el lujoso campamento de desintegró. Quedaron, sí, sobreviviendo como podían, los trabajadores, que habían sido acarreados desde muy lejos para ser puestos al servicio de la aventura ajena. Ajena, incluso, para el propio Brasil, que no había hecho otra cosa que responder a los cantos de sirena de la demanda mundial de materia prima, pero sin participar en lo más mínimo del verdadero negocio del caucho: la financiación, la comercialización, la industrialización, la distribución. Y la sirena se quedó muda. Hasta que, durante la segunda guerra mundial, el caucho de la Amazonia brasileña cobró un nuevo empuje transitorio. Los japoneses habían ocupado la malasia y las potencias aliadas necesitaban desesperadamente abastecerse de goma.. también la selva peruana fue sacudida, en aquellos años cuarenta, por las urgencias del caucho. En Brasil la llamada "batalla del caucho" movilizó nuevamente a los campesinos del nordeste. Según una denuncia formulada en el Congreso cuando la "batalla" terminó, esta vez fueron cincuenta mil los muertos que, derrotados por las pestes y el hambre, quedaron pudriéndose entre los seringales.
Por Eduardo Galeano
viernes, julio 08, 2005
Desde el corazón de la amazonia Boliviana
Hola amigos/as,
Os escribo desde Trinidad, en el corazón de la selva amazónica de Bolivia. Hoy llegué procedente de Rurrenabaque, otra pequeña ciudad amazónica muy bonita y tranquila.
En “Rurre”, como le dicen los locales, he visitado varias comunidades, algunas indígenas Tsimanes, y otras de colonos pobres del Altiplano que emigraron en los años 80 después de una gran sequía que acabó con la esperanza de mucha gente.
La visita a las comunidades de colonos fue muy interesante. Son cuatro comunidades agrupadas en un proyecto que se llama Turismo Ecológico y Social (ver http://www.praia-amazonia.org/index.php?f=exp2004.win&e=1&id=10).
La primera es una cooperativa maderera, La Unión, de unos hermanos que emigraron del Altiplano en los años 80 por causa de la pobreza. La segunda comunidad es Playa Ancha, donde se maneja el bosque, hay una pistifactoría chiquita, y se hace miel de abejas. La tercera comunidad, Nuevos Horizontes, alberga a una asociación de mujeres que contra viento y marea (sobre todo contra sus maridos!) han creado una Asociación de artesanas que produce todo tipo de arte, desde sombreros a bolsas etc. Finalmente visitamos con Johlver, mi animado guía, la comunidad de El Cebú, donde fabrican mermeladas naturales y vino a base de Açai, que es la fruta de una palmera muy común en la selva.
Al día siguiente fui a visitar un proyecto de ecoturismo indígena, que se llama MAPAJO. Según los Comunarios de asunción del Quiquibey, donde está ubicado el proyecto, "El Mapajo es un árbol muy grande que abraza a los pequeños y les protege. Representa la convivencia en la armonía y trae la suerte para el espíritu que lo habita”.
En el eco-albergue del proyecto pasé cuatro días aprendiendo de la cultura Tsimane, y también sobre cómo se hace para manejar un proyecto comunitario: No es nada fácil y tienen muchos desafíos, que están intentando superar poco a poco.
Bueno pues eso es todo de momento, mañana voy a Guayaramirim, y de ahí cruzo el río para llegar a Brasil. En un día o dos espero llegar a Porto Velho, donde voy a embarcarme por el río Madeira durante unos diez días hasta Manaos y probablemente Santarem, en la Amazonia brasileña.
Un fuerte abrazo a todos,
Mikel
Os escribo desde Trinidad, en el corazón de la selva amazónica de Bolivia. Hoy llegué procedente de Rurrenabaque, otra pequeña ciudad amazónica muy bonita y tranquila.
En “Rurre”, como le dicen los locales, he visitado varias comunidades, algunas indígenas Tsimanes, y otras de colonos pobres del Altiplano que emigraron en los años 80 después de una gran sequía que acabó con la esperanza de mucha gente.
La visita a las comunidades de colonos fue muy interesante. Son cuatro comunidades agrupadas en un proyecto que se llama Turismo Ecológico y Social (ver http://www.praia-amazonia.org/index.php?f=exp2004.win&e=1&id=10).
La primera es una cooperativa maderera, La Unión, de unos hermanos que emigraron del Altiplano en los años 80 por causa de la pobreza. La segunda comunidad es Playa Ancha, donde se maneja el bosque, hay una pistifactoría chiquita, y se hace miel de abejas. La tercera comunidad, Nuevos Horizontes, alberga a una asociación de mujeres que contra viento y marea (sobre todo contra sus maridos!) han creado una Asociación de artesanas que produce todo tipo de arte, desde sombreros a bolsas etc. Finalmente visitamos con Johlver, mi animado guía, la comunidad de El Cebú, donde fabrican mermeladas naturales y vino a base de Açai, que es la fruta de una palmera muy común en la selva.
Al día siguiente fui a visitar un proyecto de ecoturismo indígena, que se llama MAPAJO. Según los Comunarios de asunción del Quiquibey, donde está ubicado el proyecto, "El Mapajo es un árbol muy grande que abraza a los pequeños y les protege. Representa la convivencia en la armonía y trae la suerte para el espíritu que lo habita”.
En el eco-albergue del proyecto pasé cuatro días aprendiendo de la cultura Tsimane, y también sobre cómo se hace para manejar un proyecto comunitario: No es nada fácil y tienen muchos desafíos, que están intentando superar poco a poco.
Bueno pues eso es todo de momento, mañana voy a Guayaramirim, y de ahí cruzo el río para llegar a Brasil. En un día o dos espero llegar a Porto Velho, donde voy a embarcarme por el río Madeira durante unos diez días hasta Manaos y probablemente Santarem, en la Amazonia brasileña.
Un fuerte abrazo a todos,
Mikel
Visita a una cooperativa Maderera en Rurrenabaque, de colonos que llegaron del altiplano en los a�os 80. Esta cooperativa sigue estandares de manejo sostenible del bosque, parcelando toda la propiedad en 20 pedazos. Cada a�o explotan uno de los 20 pedazos, y as� van rotando hasta completar el ciclo de 20 a�os. Aqu� con el gerente de la cooperativa.
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