domingo, junio 05, 2005

Desde Potosí, Bolivia

ESPLENDORES DEL POTOSÍ: EL CICLO DE LA PLATA

Por Eduardo Galeano ("Las venas abiertas de América Latina")

Dicen que hasta las herraduras de los caballos eran de plata en la época del auge de la ciudad de Potosí. De plata eran los altares de las iglesias y las alas de los querubines en las procesiones: en 1658, para la celebración del Corpus Christi, las calles de la ciudad fueron desempedradas, desde la matriz hasta la iglesia de Recoletos, y totalmente cubiertas con barras de plata. En Potosí la plata levantó templos y palacios, monasterios y garitos, ofreció motivo a la tragedia y a la fiesta, derramó la sangre y el vino, encendió la codicia y desató el despilfarro y la aventura. La espada y la cruz marchaban juntas en la conquista y en el despojo colonial. Para arrancar la plata de América, se dieron cita en Potosí los capitanes y los ascetas, los caballeros de lidia y los apóstoles, los soldados y los frailes. Convertidas en piñas y lingotes, las vísceras del cerro rico alimentaron sustancialmente el desarrollo de Europa. «Vale un Perú» fue el elogio máximo a las personas o a las cosas desde que Pizarro se hizo dueño del Cuzco, pero a partir del descubrimiento del cerro, Don Quijote de la Mancha habla con otras palabras: «Vale un Potosí», advierte a Sancho. Vena yugular del Virreinato, manantial de la plata de América, Potosí contaba con 120 000 habitantes según el censo de 1573. Sólo veintiocho años habían transcurrido desde que la ciudad brotara entre los páramos andinos y ya tenía, como por arte de magia, la misma población que Londres y más habitantes que Sevilla, Madrid, Roma o París. Hacia 1650, un nuevo censo adjudicaba a Potosí 160.000 habitantes. Era una de las ciudades más grandes y más ricas del mundo, diez veces más habitada que Boston, en tiempos en que Nueva York ni siquiera había empezado a llamarse así.

La historia de Potosí no había nacido con los españoles. Tiempo antes de la conquista, el inca Huayna Cápac había oído hablar a sus vasallos del Sumaj Orcko, el cerro hermoso, y por fin pudo verlo cuando se hizo llevar, enfermo, a las termas de Tarapaya. Desde las chozas pajizas del pueblo de Cantumarca, los ojos del inca contemplaron por primera vez aquel cono perfecto que se alzaba, orgulloso, por entre las altas cumbres de las serranías. Quedó estupefacto. Las infinitas tonalidades rojizas, la forma esbelta y el tamaño gigantesco del cerro siguieron siendo motivo de admiración y asombro en los tiempos siguientes. Pero el inca había sospechado que en sus entrañas debía albergar piedras preciosas y ricos metales, y había querido sumar nuevos adornos al Templo del Sol en el Cuzco. El oro y la plata que los incas arrancaban de las minas de Colque Porco y Andacaba no salían de los límites del reino: no servían para comerciar sino para adorar a los dioses. No bien los mineros indígenas clavaron sus pedernales en los filones de plata del cerro hermoso, una voz cavernosa los derribó. Era una voz fuerte como el trueno, que salía de las profundidades de aquellas breñas y decía, en quechua: «No es para ustedes; Dios reserva estas riquezas para los que vienen de más allá». Los indios huyeron despavoridos y el inca abandonó el cerro. Antes, le cambió el nombre. El cerro pasó a llamarse Potojsi, que significa: «Truena, revienta, hace explosión».

«Los que vienen de más allá» no demoraron mucho en aparecer. Los capitanes de la conquista se abrían paso. Huayna Cápac ya había muerto cuando llegaron. En 1545, el indio Huallpa corría tras las huellas de una llama fugitiva y se vio obligado a pasar la noche en el cerro. Para no morirse de frío, hizo fuego. La fogata alumbró una hebra blanca y brillante. Era plata pura. Se desencadenó la avalancha española.

Fluyó la riqueza. El emperador Carlos V dio prontas señales de gratitud otorgando a Potosí el título de Villa Imperial y un escudo con esta inscripción: «Soy el rico Potosí, del mundo soy el tesoro, soy el rey de los montes y envidia soy de los reyes». Apenas once años después del hallazgo de Huallpa, ya la recién nacida Villa Imperial celebraba la coronación de Felipe II con festejos que duraron veinticuatro días y costaron ocho millones de pesos fuertes. Llovían los buscadores de tesoros sobre el inhóspito paraje. El cerro, a casi cinco mil metros de altura, era el más poderoso de los imanes, pero a sus pies la vida resultaba dura, inclemente: se pagaba el frío como si fuera un impuesto y en un abrir y cerrar de ojos una sociedad rica y desordenada brotó, en Potosí, junto con la plata. Auge y turbulencia del metal: Potosí paso a ser «el nervio principal del reino», según lo definiera el virrey Hurtado de Mendoza. A comienzos del siglo XVII, ya la ciudad contaba con treinta y seis iglesias espléndidamente ornamentadas, otras tantas casas de juego y catorce escuelas de baile. Los salones, los teatros y los tablados para las fiestas lucían riquísimos tapices, cortinajes, blasones y obras de orfebrería; de los balcones de las casas colgaban damascos coloridos y lamas de oro y plata. Las sedas y los tejidos venían de Granada, Flandes y Calabria; los sombreros de París y Londres; los diamantes de Ceylán; las piedras preciosas de la India; las perlas de Panamá; las medias de Nápoles; los cristales de Venecia; las alfombras de Persia; los perfumes de Arabia, y la porcelana de China. Las damas brillaban de pedrería, diamantes y rubíes y perlas, y los caballeros ostentaban finísimos paños bordados de Holanda. A la lidia de toros seguían los juegos de sortija y nunca faltaban los duelos al estilo medieval, lances del amor y del orgullo, con cascos de hierro empedrados de esmeraldas y de vistosos plumajes, sillas y estribos de filigrana de oro, espadas de Toledo y potros chilenos enjaezados a todo lujo.

En 1579, se quejaba el oidor Matienzo: «Nunca faltan -decía- novedades, desvergüenzas y atrevimientos». Por entonces ya había en Potosí ochocientos tahúres profesionales y ciento veinte prostitutas célebres, a cuyos resplandecientes salones concurrían los mineros ricos. En 1608, Potosí festejaba las fiestas del Santísimo Sacramento con seis días de comedias y seis noches de máscaras, ocho días de toros y tres de saraos, dos de torneos y otras fiestas.

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